Los verdaderos errores, los errores graves, son los que no se ven. Aquellos de los que ningún lector se quejará porque no se dará cuenta de que es un error. Se lo comerá como un pan de leche.
Me acordaba de esto cuando hace unos días un amigo se me quejaba de algunos errores que había encontrado en Clarín (siempre se nos quejan a los periodistas por cualquier cosa que aparece en cualquier diario). Unos pies de foto interpolados y lo que él suponía era una falta de concordancia en el título del panorama internacional del 17 de febrero pasado (página 41): "Petróleo: las razones que mejor explica la geopolítica". Le aclaré que lo de la falta de concordancia era un error suyo y no del diario, pero no lo aceptó.
Los trabuques, errores de tipeo, cambios de fotos y hasta los errores ortográficos o gramaticales, son imposibles de evitar por completo en un diario, igual que los atascos en las autopistas. Pero esos errores deberían provocar la indulgencia de los lectores más que las quejas porque se deben al apuro más que a la impericia: la carrera contrarreloj para estar temprano en el zaguán de su casa.
Los que el lector no ve, en cambio, deberían ser corregidos con un mea culpa importante, en un lugar destacado. Esas correcciones darían una credibilidad impensada a cualquier publicación. Pero casi todas prefieren la arrogancia del que no se equivoca nunca.
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