En el año 1989 me tocó visitar la Expo Mac de Apple en Amsterdam. Andaba atrás de la computadora que revolucionaba el diseño editorial. Pasé unos días fantásticos entre los canales y la Expo. Recuerdo que uno de esos días, después de asistir a una larga explicación sobre el funcionamiento de un scanner de mano que parecía una afeitadora, me acerqué al presentador para hacerle unas preguntas sobre el OCR que entonces estaba naciendo. Escupía las primeras palabras en inglés, cuando el hombre le pidió a su asistente un vaso de agua en perfecto castellano.
Pero hay una imagen de esa exposición que me conmovió: me quedé hasta el final, pero final de los finales, con la intención de aprovechar el tiempo al máximo posible. Creo que terminó a las cinco de la tarde de un sábado. A esa hora sonó una alarma y sin preámbulos los expositores empezaron a desarmar sus stands a toda velocidad. Apilaban en carros, como si fueran ladrillos, las computadoras que para mi eran tan frágiles como las copas de cristal y tan valiosas como un cuadro de van Gogh. Me quedé admirando cómo se desmantelaba la feria. Lo que en pleno funcionamiento parecía la catedral del progreso se convirtió en nada en menos de media hora.
Me acoradaba de este episodio cuando leí una nota sobre Ryszard Kapuściński en la revista Nuestro Tiempo. Se quedaba un un lugar cuando todos los periodistas se iban. Ahí es cuando ocurren las cosas, decía. Es un remedio fantástico contra los medios commodity, contra los corrales, los pools y los carnets de periodistas que no hacen otra cosa que controlar que todos digamos lo mismo.
No soy Kapuściński, pero suelo recomendar a los fotógrafos que se den vuelta varias veces cuando están cubriendo un acontecimiento. Seguro que ahí van a encontrar mejores fotos. También les digo que se echen al suelo, o se suban a una escalera, al techo, a un árbol o a donde sea. Las historias buenas a veces están atrás, arriba o abajo, no adelante.
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