Mantuve en estos días una discusión con un lector del diario a raíz de cierto tema relacionado con la guerra de las Malvinas. La sección cartas de lectores es ideal para estos casos y me gusta aprovecharla como foro de debate de las ideas. Mucha gente no escribe porque no se la provoca y la provocación es mi deporte favorito. Así se animan, escriben, se enganchan otros y yo mismo vuelvo a polemizar con nuevas provocaciones.
Esta vez, en medio de la discusión principal apareció una secundaria sobre lo que yo llamé “número de la opinión pública” y un lector “mentiras descaradas” o algo así. El número de la opinión pública de desaparecidos durante la última dictadura militar en la Argentina es de 30.000, pero todo el mundo sabe que no llegan a 10.000: son unos 5.000, contando muertos y desaparecidos, para el informe de la Conadep (Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas) ¿Son 6.000.000 los judíos muertos por los nazis en la Segunda Guerra Mundial? ¿Cabe un millón de personas en la Plaza de Mayo? Hay un número de la opinión pública que no coincide con el real, pero es verosímil y no agrega ni quita gravedad al hecho. Bastaría con preguntarse qué cambia –por ejemplo la gravedad del delito– si los desaparecidos fueran 30.000, 10.000 ó 5.000. Casi siempre responden a cierta necesidad de maximizar o minimizar el hecho para darle una magnitud peculiar por parte de un sector social que manipula la opinión pública con un criterio más marquetinero que periodístico. Son números metafóricos, no metonímicos.
En los cálculos más pesimistas no murieron más de 500.000 españoles en la Guerra Civil de 1936/1939. Pero Un millón de muertos fue el título del segundo libro de la trilogía sobre la guerra de José María Jironella, y ahí quedó el millón. Pero el mismo Jironella explica en el prólogo que el número es simbólico: representa a los muertos y a los que mataron a los muertos, que en vida están tan muertos como los de verdad.
El problema es para la verdad porque, una vez establecido un número erga omnes, no se puede usar otro porque no se entiende. Es el caso del rinoceronte de Durero. Lo pintó tal como se lo describieron, muy bonito, pero no era un rinoceronte. El problema es que casi toda Europa renacentista y moderna lo reprodujo y reconoció como el rinoceronte. Cuando al cabo del tiempo la genta lo vio en los zoológicos le pareció un animal familiar, pero no el verdadero rinoceronte, el de las capas blindadas como una armadura, que había dibujado Durero:
Los números de la opinión pública son como el rinoceronte de Durero.
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