Pues hay quien no ceja. Vean. Cae ante mis ojos esta mixtificación (¡Otra Más!) publicada en XLSemanal, el colorín dominical de los diarios de Vocento. Lean:
Eché los dientes profesionales al principio de los setenta, dando tumbos entre lugares revueltos y un periódico de los de antes; cuando no existían gabinetes de comunicación, correo electrónico ni ruedas de prensa sin preguntas. En aquel periódico, los reporteros buscaban noticias como lobos hambrientos, y se rompían los cuernos por firmar en primera página. Se llamaba Pueblo, era el más leído de España, y en él se daba la mayor concentración imaginable de golfos, burlangas, caimanes y buscavidas por metro cuadrado. Era una pintoresca peña de tipos resabiados, sin escrúpulos, capaces de matar a su madre o prostituir a su hermana por una exclusiva, sin que les temblara el pulso. Y que a pesar de eso –o tal vez por eso– eran los mejores periodistas del mundo.Pueblo era el diario del sindicato único franquista, baluarte de la Revolución Pendiente. Otro sostén más de la dictadura en versión popular. Su menú: información oficialista, sucesos/policiales y deportes. Pero eso no es heroico ni épico ni mítico. El director de este señor que se quiere héroe canalla (¡Maestro De Periodistas!) no cambió mucho con la llegada de la democracia y se cuenta entre los que reclamaban a los milicos sin romanizar un golpe de estado –que se sustanció el 23 de febrero de 1981.
Nunca aprendí tanto, ni me reí tanto, como en aquel garito de la calle Huertas de Madrid, que incluía todos los bares en quinientos metros a la redonda. Algo que no olvidé nunca es que los periodistas –los buenos reporteros, sobre todo– corren juntos la carrera, ayudándose entre sí, y sólo se fastidian unos a otros en el esprint. Ahí, a la hora de hacerse con la noticia y enviarla antes que nadie, la norma era –supongo que todavía lo es– no darle cuartel ni a tu padre. Eso no excluía el buen rollo, ni echar una mano a los colegas. Los directores y propietarios de radios y periódicos tenían sus ajustes de cuentas entre ellos, pero a la infantería esa murga empresarial se la traía bastante floja. Hasta con los del ultrafacha diario El Alcázar nos llevábamos bien, y cuando estábamos aburridos en la redacción y telefoneábamos diciendo «¿El Alcázar? Somos los rojos. Si no os rendís, fusilamos a vuestro hijo», reconocían nuestra voz y se limitaban a llamarnos hijos de la gran puta.
Ahora que hablamos tanto de la memoria histórica, viene bien recordar dónde creció cada cual, qué leche mamó, qué papilla tomó y quién le cantaba nanas. A este alatriste le pagaron el aprendizaje de periodista todos los contribuyentes de entonces. Porque Pueblo vivía del Estado. A cambio, claro está, de portarse como pedían el partido único, el sindicato único y la censura única.
Sigue:
Cada cual tenía sus ideas particulares, por supuesto; pero estamos hablando de periodismo. De pan de cada día y de reglas básicas. Éstas incluían aportar hechos y no opiniones, no respetar en el fondo nada ni a nadie, y ser sobornables sólo con información exclusiva, mujeres guapas –o el equivalente para reporteras intrépidas– y gloriosas firmas en primera. En el peor de los casos, los jefes compraban tu trabajo, no tu alma. Ser periodista no era una cruzada ideológica, sino un oficio bronco y apasionante. Como habría dicho Graham Greene, Dios y la militancia política sólo existían para los editorialistas, los columnistas y los jefes de la sección de Nacional. A ellos dejábamos, con mucho gusto, la parte sublime del negocio. El resto éramos mercenarios eficaces y peligrosos.Cuando alguno de los que llevaban cafés a los mamporreros del franquismo pretende que no sabía dónde estaba, se viste con joyas de los colegas que sí bregaron (también en Pueblo) y echa la culpa de lo demás a sus jefes es preciso recordárselo: echaste los dientes en un diario fascista a costa del erario público y no sacaste más noticias que las que te toleraban los jerarcas de la tiranía en pos de su 'cruzada ideológica', sus privilegios y beneficios. Y luego de los gobiernos de turno que te pagaron el sueldo. Así hasta que cerró el diario en 1984. Doce años.
Toda esa verborrea épica es una gran patraña, una mixtificación, una trola. ¿De qué periodismo habla ese caradura? Menos lobos, Caperucita.
[PS: Graham Greene no habría dicho eso ni harto de grifa. Es una necedad. Qué vergüenza, qué rostro.]