Almorcé ayer con Esteban Morán y Carlos Soria en un restaurante de Madrid. Los dos eran profesores en la Universidad de Navarra cuando yo hacía el doctorado, hace ya unos cuantos años. Con ambos he recorrido gran parte de España entre conferencias, visitas a amigos comunes y otras aventuras académicas. Los que los conocen saben de qué se trata un almuerzo de estos. Y los que no, ya se lo imaginarán. Esteban, que tiene 87 años, me preguntó por Ángel Anaya, un amigo argentino de quien hace tiempo que no tiene noticias. Se habían conocido cuando eran niños en Málaga, durante la Guerra Civil española y luego se vieron muchas veces en Madrid. Esteban es de 1923 y Anaya de 1924. Esteban siguió su carrera en la marina mercante española y Anaya volvió a la Argentina. En ambos un buen día despertó el gen del periodismo. Esteban, a quien los amigos llamamos Comodoro, suponía que no lo conocería por la diferencia de edades y suponía bien: solo recordaba haber visto su firma alguna vez y hace tiempo en La Nación.
Prometí buscarlo para volver a conectarlos, pero confieso -y lo dije- que no esperaba encontrarlo vivo. Ahí mismo le mandé un mensaje a Carlos Reymundo Roberts, un amigo del diario. Me contestó a la tarde, que para él era la mañana, cuando ya me había despedido de Carlos y Esteban. Lo habían enterrado hace apenas unas semanas. Busqué en el diario y apareció esta nota necrológica.
Ayer les envié la noticia a Carlos y Esteban por correo electrónico. Pero como la computadora de Esteban está escacharrada hace unos días, suponía que no lo habría recibido. Hoy hablé con él para comunicarle la noticia. Los tres estamos convencidos de que estas coincidencias no lo son, así que rezamos una oración por Ángel Anaya, a quien no conocí pero ya siento por él algo más grande que la amistad.
Que en paz descanse.
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