La posverdad es un triunfo de la mentira
Sobre la necesidad del buen periodismo
Las imprecisiones, las informaciones interesadas y las noticias falsas han existido siempre. El periodismo también es responsable de ello. Ha dado alas a la idea de que la verdad es un asunto que no tiene sentido. Pero buscarla y contarla es justo lo que cuenta.
Es imprescindible que la información suene plausible. Por ello es irreconciliable con la narración. La escasez en que ha caído el arte de narrar se explica por el papel decisivo de la información. Cada mañana nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables”. La frase del filósofo Walter Benjamin pone de manifiesto uno de los mayores desafíos del periodismo: en el entorno actual, en el que la única constante es el cambio, se necesitan historias memorables. Las buenas historias periodísticas enseñan lo que permanece y es consustancial al ser humano, la necesidad de contar el mundo y aportar el contexto para comprenderlo. La llamada posverdad y las noticias falsas que de ella se desprenden son hoy el mayor enemigo de ese periodismo necesario.
Cuando el escritor Apión acusó falsamente en el siglo I d. C. a los judíos de sacrificar a niños griegos para realizar sus rituales, a la calumnia no se le llamó posverdad, se le llamó “libelo de sangre”. Cuando en 1898 la prensa amarilla estadounidense, con William Randolph Hearst a la cabeza, decidió atribuir la explosión del barco estadounidense USS Maine a un ataque español sin esperar ningún tipo prueba que lo confirmase -“usted proporcione las imágenes y yo proporcionaré la guerra”, le dijo Hearst a su enviado especial poco antes de empezar el conflicto-, nadie se preocupó por la veracidad de la información, más bien se consideró razón suficiente para comenzar una lucha que acabó con las últimas colonias españolas en manos de Estados Unidos. Cuando Gabriel García Márquez fue enviado por el diario El Espectador a la ciudad de Quibdó (Colombia) a cubrir una manifestación contra el Gobierno y se dio cuenta de que en realidad no había ninguna protesta en marcha, no dudó en orquestar una revuelta a la que añadió datos falsos y elementos dramáticos para enriquecer la historia sin ningún remordimiento por generar fake news; al contrario, reconoció años después haber inventado noticias en aquellos tiempos sin ningún pudor.
Las imprecisiones, las informaciones interesadas y las noticias falsas han existido siempre y, como señala Arcadi Espada en una entrevista en Letras Libres, “el periodismo ha sido muy responsable de todo esto. Ha dado alas a la idea de que la verdad era un asunto que no tenía sentido: se hablaba de la pluralidad, la libertad, los poliedros”. Se olvidó, en otras palabras, que los hechos son sagrados y se generó un estado de situación en el que la llamada posverdad, la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”, campa a sus anchas.
Hoy, convertida en la palabra del año 2016 por el diccionario Oxford, tema de debate público y cuestión de Estado (de Macron y su propuesta de control de las fake news durante los periodos de elecciones en Francia, a las injerencias rusas en la crisis durante el vodevil independentista en Cataluña), es una obligación para el periodismo combatirla. Quizá nunca hubo tanta conciencia de su existencia, preeminencia y potencial destructivo. De hecho, como plantea Álex Grijelmo, la propia extensión del término “posverdad” ha dado el primer triunfo a quienes la utilizan para sus intereses: “Podemos preguntarnos sobre todo si ‘posverdad’ no formará parte de lo que la propia palabra denuncia, si no estará desplazando a vocablos más indignantes, como ‘mentira’, ‘estafa’, ‘bulo’, ‘falsedad’ … El engaño siempre existió, sí, pero antes todos decían luchar contra él. Ahora, por el contrario, se empieza a cultivar como una buena técnica profesional el revoltijo de trampas de lenguaje basadas en el sensacionalismo, los sobrentendidos, la insinuación, la alusión, la presuposición, los eufemismos. Y si se trata de definir ese paquete, lo de ‘posverdad’ suena realmente a broma. Porque puede que estemos llamando ‘era de la posverdad’ a la ‘era de la manipulación’”.
El desafío para los periodistas consiste en ofrecer una mirada elaborada sobre la realidad frente a la información sin contrastar, la mentira y la manipulación. Históricamente, factores económicos, como la venta de diarios, aunque sea a costa de empezar una guerra en el caso de la prensa amarilla estadounidense, factores narrativos, como la confusión entre periodismo y ficción, en el caso de García Márquez y, por supuesto, factores políticos, como la búsqueda de la victoria electoral en el caso de las últimas elecciones estadounidenses, han jugado siempre un rol esencial en la destrucción de la verdad y en la erosión de la credibilidad del periodismo.
Cabe preguntarse entonces qué es lo permanente en el periodismo, lo que lo hace verdadero, más allá del formato en el que se ofrezca o del soporte en el que se consuma. La respuesta se encuentra no tanto en las posibilidades tecnológicas –sin duda aliadas de los periodistas y fundamentales para el desarrollo de la profesión–, sino en recuperar buenos ejemplos que en tiempo de (otras) crisis, fueron capaces de poner en valor el rol del periodismo, y en el entendimiento del contexto actual en el que nos movemos. La aspiración es ejercer un periodismo basado en hechos, construido sobre datos y ajeno al “periodismo zombi”, diagnosticado de manera muy acertada por Lluís Pastor, ese periodismo que se limita a incluir a la audiencia sin saber en realidad qué hacer con ella y que en última instancia no sabe hacia dónde se dirige.
El buen periodismo, en cambio, es hoy tan necesario como siempre y dista mucho de ser un muerto viviente: es indispensable para el funcionamiento correcto de una sociedad libre y democrática. El periodista, por tanto, no puede limitarse a repetir mensajes oficiales, amplificar fenómenos virales y dar por buena la información sin un mínimo de revisión. Porque, como explica el historiador Timothy Snyder, “renunciar a los hechos es renunciar a la libertad. Si nada es verdad, nadie puede criticar al poder, porque no hay ninguna base sobre lo que hacerlo”. Y, en última instancia, “la posverdad es el prefascismo”.
Totalitarismo y posverdad
La idea de que la actitud del nazismo hacia los judíos fue algo desconocido por el pueblo alemán y las potencias extranjeras es un lugar común. ¿Cómo, de haberse sabido, se hubiera tolerado? Quizá los extremos de los campos de concentración y la exterminación sistemática de judíos, gitanos y mestizos no podían ser intuidos ni siquiera por la mente más macabra. Sin embargo, la humillación a los enemigos del nazismo era ya algo público años antes de que estallase la II Guerra Mundial.
Así lo prueba, por ejemplo, el viaje del periodista Manuel Chaves Nogales a Alemania en 1933. El 26 de mayo de ese año Chaves escribía: “Hitler va positivamente a cumplir desde el Poder sus promesas de extirpación de los judíos. Conste que esta palabra extirpación es suya. El judío residente en Alemania se encuentra hoy absolutamente bloqueado; la vida se le hace materialmente imposible […]. No; no es que a los judíos les corten las orejas ni les arranquen los pelos; es, sencillamente, que les van suprimiendo los medios de vida”. Y también: “El judío está tan aterrorizado, que se allana a todo, y pasando por las más humillantes vejaciones, sólo pide que le dejen el derecho a vivir”. Produce cierto escalofrío leer estas descripciones, sobre todo si se tiene en cuenta que se produjeron seis años antes de la II Guerra Mundial.
Y es quizá más dramático cuando Chaves también advirtió entonces lo que el nazismo se traía entre manos: “Alemania va a hacer la guerra […]. Si Adolfo Hitler está gobernando hoy Alemania, es porque lleva doce años predicando la guerra”. Chaves estaba haciendo periodismo en estado puro: contó lo que vio y lo que los ciudadanos alemanes le confesaron, la “misión providencial” del pueblo germánico: “Salvar la raza aria”. Quizá los textos de Chaves no cambiaron nada, pero como él mismo reconocía en su prólogo a La vuelta a Europa en avión, el objetivo del periodismo es otro: “Mi técnica –la periodística– no es una técnica científica. Andar y contar es mi oficio. Alguna vez, lleno de buena fe y concentrando todas las potencias de su alma, uno se atreve a pronunciar la palabra mágica de Keyserling. Desgraciadamente, uno dice ‘sésamo’, y la puerta no se abre. Pero esto es tan consuetudinario que no hay por qué entristecerse ni avergonzarse. Uno se mete las manos en los bolsillos y se va”. Es decir, Chaves hizo lo que el periodista puede -y por tanto debe- hacer: contar la realidad, en lo posible de primera mano, con humildad y sin mayores pretensiones. El periodista es responsable de ejercer con responsabilidad su trabajo, los efectos son ajenos a su profesión.
No deja de ser curioso y revelador que, en esos mismos textos en los que Chaves contaba la verdadera cara de la Alemania nazi, introdujese también el tema de lo que generan las noticias falsas. En concreto, hablaba de una que afectaba a España: un diario de Berlín aseguraba que el Gobierno de la República necesitaba “300.000 judíos” y estaba dispuesto a pagar un billete y dos meses de estancia a los interesados. El consulado español en Berlín se colapsó, y se vio obligado a aclarar la falsedad de la supuesta ayuda. Las noticias falsas, como se ve, siempre han existido y los más dañados por su utilización son, además de los propios periodistas y su credibilidad, los ciudadanos.
Contrastar la información y formarse
Decía Josep Pla que “describir es mucho más difícil que opinar”, y lo es porque exige trabajo. Describir implica contrastar, asegurarse de lo que se cuenta es exacto y no cobijarse en la “libertad de opinión”. La mejor defensa para el periodista que describe, es la autoedición, aun en tiempos de inmediatez, y la autoedición va más allá del estilo: incluye contrastar la información y formarse.
Uno de los enemigos tradicionales del periodismo es la prisa. La rapidez es un elemento innegociable a la hora de trabajar en una redacción: el buen periodista debe ser rápido. Las redes sociales han multiplicado este efecto, por eso conviene distinguir entre rapidez, una característica necesaria, y premura, un factor que puede llevar a la irresponsabilidad. Vale la pena tomarse unos minutos para con rapidez, pero sin premura, comprobar la información.
La dificultad marcada por Pla a principios del siglo pasado tiene hoy un aliado en el llamado fact-checking: es más necesaria que nunca la verificación detallada y sistemática de datos e informaciones públicas. Y debe serlo como una rutina profesional habitual de los redactores. Esta sana costumbre nos hubiera ahorrada la famosa anécdota protagonizada por el escritor Mark Twain en 1897. En junio de ese año, el New York Journal publicó que Twain acababa de morir. Twain se vio obligado a escribir una carta al director para aclarar la situación: “La noticia de mi muerte fue una exageración”.
José Antonio Zarzalejos considera que “la nueva comunicación y el nuevo periodismo va a centrarse de ahora en adelante […] en verificar, en realizar el fact-checking de manera sistemática, mediante plataformas de las que ya existen muchas (decenas en Estados Unidos)”. Si el periodista no contrasta, no añade valor añadido. El reportero debe ser un curador de la información, debe poner orden entre la avalancha de tuits y robots informáticos, debe ofrecer veracidad.
Si no lo hace, corre el mismo riesgo de caer en trampas como aquella en la que incurrió el Clarksburg Daily News en 1903. Su diario rival, el Clarksburg Daily Telegram, publicó una noticia sobre el asesinato del ciudadano de origen eslavo Mejk Swenekafew. En realidad, esa noticia nunca ocurrió. Se trataba de una estrategia para demostrar que el Clarksburg Daily News llevaba meses robando las historias del Telegram. Y, efectivamente, el día después de la publicación en el Telegram, el News recogió la historia de Swenekafew que, leído hacia atrás, dice: “We fake news”. El Telegram probó su teoría, humilló a su rival reflejando la historia en portada y el News reconoció que llevaba meses utilizando a su competencia para redactar sus contenidos.
El News supuso que el Telegram no mentiría a sus lectores, y se olvidó de hacer su trabajo. Esa tentación es hoy más accesible que nunca. Como explica Juan Cruz, “suponer es más atractivo y más cómodo que preguntar para despejar las dudas” pero lo propio del oficio periodístico es, precisamente, preguntar. Decía en una conferencia en la Universidad de Navarra el director de El País, Antonio Caño, que entre los factores de la crisis del periodismo está la formación de los periodistas: en ocasiones se ven obligados a preguntar sobre temas que desconocen o no dominan en profundidad. En esos casos, es más fácil que transmitan informaciones imprecisas, inexactas o falsas. Y no se puede transmitir la información con sencillez si no se domina el tema.
La formación es necesaria para combatir el gran enemigo de la libertad intelectual de los periodistas: lo políticamente correcto. Esta corrección ha invadido incluso las universidades, lugares de diversidad ideológica y debate por antonomasia que, sobre todo en Estados Unidos, se han visto envueltas en situaciones en las que los profesores deben advertir a los alumnos del uso de palabras racistas en las lecturas del curso, de comportamientos machistas de los personajes en algunas películas o de cualquier otro elemento que pueda herir sus sensibilidades. La escasa tolerancia a la opinión distinta, por más que se exprese de manera educada y argumentada, es también un problema real a la hora de ejercer la profesión periodística.
Como señala Espada, “la operación de desinformación, de mentiras groseras, como ‘España nos roba’, es una forma de fake news”. De nuevo, el periodista debe señalar con hechos esas mentiras. Y los hechos deben sostenerse en el conocimiento del periodista, en su investigación y en una dosis de valentía: la de estar dispuesto a superar el lenguaje políticamente correcto. ¿Quién podría estar en contra del “derecho a decidir” de una persona o un pueblo? ¿Alguien se opondría a una “reconciliación” social? ¿Quién negaría el “diálogo” a un interlocutor válido? El riesgo para el periodista cuando cuestiona estos dogmas es evidente. Una información que ponga de manifiesto las inconsistencias legales del derecho a decidir, del ofrecimiento de una reconciliación que es en realidad una petición de olvidar crímenes del pasado o de la trampa de un diálogo que es en realidad una manera elegante de hablar de unas exigencias inamovibles, puede convertir a su autor en un fascista o un retrógrado y se expone a la lapidación pública vía Twitter. Es el precio de ejercer la profesión con rigor y libertad.
La realidad es compleja y el periodista debe describirla. Se necesitan, desde este punto de vista, periodistas críticos, que sean capaces de cuestionarse la realidad. Para ser capaz de hacerse las preguntas adecuadas y de cuestionarse los dogmas de lo políticamente correcto se requiere manejar las palabras adecuadas. Como explica Snyder, “cuando repetimos las mismas palabras y expresiones que aparecen en los medios cotidianos, estamos aceptando la ausencia de un marco más amplio. Poseer ese marco requiere más conceptos y disponer de más conceptos exige leer. […] Cualquier buena novela aviva nuestra capacidad de pensar sobre las situaciones ambiguas y juzgar las intenciones de los demás”. Leer para pensar mejor; leer, también, para escribir mejor. De nuevo, la formación como elemento clave para ejercer el periodismo con rigor. No en vano, como cuenta Paco Sánchez en su blog de La voz de Galicia, “Ben Bradlee, legendario director del Washington Post en los tiempos del Watergate, cuando unos profesores de periodismo le pidieron consejo para formar mejor a sus alumnos, les dio solo uno que he repetido mucho: ‘Que lean todo Shakespeare’”.
Lectores activos
La formación es necesaria, pues, y lo es en dos sentidos: desde el punto de vista del periodista, como se ha dicho, pero también desde el punto de vista del lector. Aprender a leer es esencial.
Si el periodista debe ser autocrítico, culto y contrastar la información para hacer bien su trabajo, el lector debe hoy también estar especialmente alerta. Como explica Elizabeth Kolbert en The New Yorker, varios estudios demuestran que los hechos no nos ayudan a cambiar de opinión necesariamente. En ocasiones el lector no busca la verdad, sino informaciones que refuercen sus prejuicios y sus puntos de vista. El desafío en este sentido es tal que en Estados Unidos ya hay cursos en la universidad y programas para estudiantes de institutos sobre “News Literacy”, orientados a enseñar a los estudiantes cómo diferenciar noticias reales de noticias falsas, entender los estándares del periodismo de calidad y convertirse en ciudadanos informados.
Como defiende Espada, “la verdad es un bien común y debe ser protegida con los instrumentos de que disponen los ciudadanos”. La función del periodismo es dar a conocer hechos verdaderos, y los ciudadanos deben garantizar que la información que reciben es verdadera. En concreto, hay una serie de rutinas que pueden ayudar a los lectores. Por un lado, la selección de los medios de información: el New York Times puede dar una información errónea o sin contrastar, pero es más seguro que el “Blog de noticias del tío Paco”. Por otro, el uso de las fuentes que se hace en las informaciones puede también ayudar a detectar noticias falsas: una información sobre la calidad democrática de Venezuela no tendrá el mismo valor si se alude a un informe gubernamental que si se recogen datos de un organismo internacional e independiente.
La otra gran vía para contrastar informaciones es internet: una búsqueda de información puede ayudar a detectar qué medios han confirmado una noticia y puede llevar a comprobar si una imagen corresponde de verdad al contexto atribuido por un medio. En internet se encuentran también muchas opciones informativas. “Si sólo ‘retuiteas’ el trabajo de personas que de verdad han llevado a cabo una labor periodística –afirma Snyder–, es menos probable que acabes degradando tu cerebro interactuando con bots y con trolls”.
Conclusión
Pero, independientemente de la actitud del lector, importa aquí reseñar el rol del periodismo. Los ejemplos del pasado se encuentran en periodistas como Manuel Chaves Nogales y son una buena guía para salir del atolladero posfactual. No ponderar en su justa medida las apreciaciones de personas como Álex Grijelmo, Arcadi Espada o Timothy Snyder sería caer en el mismo error de quienes ignoraron a Chaves durante años: el de menospreciar a una mente lúcida. Cada uno de ellos a su manera, Chaves ejerciendo la profesión con dignidad, Grijelmo, Espada y Snyder reflexionando también sobre ella, contribuyen a la mejora de la profesión, a la búsqueda de un periodismo verdadero, basado en hechos, que describe e informa. Un periodismo necesario para la sociedad.
En medio de la saturación informativa, absorbido por los exigentes tiempos periodísticos, en ocasiones sin demasiados medios, la profesión depende del esfuerzo individual del periodista: sus estándares éticos y su capacidad de verificar y comprender los datos disponibles son la primera línea de defensa del periodismo, y también la primera línea de vanguardia para que la profesión siga jugando un rol esencial dentro de las democracias liberales. El periodista responsable, que observa, describe, coteja la información y chequea los datos, es el que tiene más cerca la posibilidad de contar las historias memorables a las que aludía Benjamin, historias que transmutan la información en historia. De la formación que reciban los periodistas, de la explicitación y desarrollo de los conceptos adquiridos y de las buenas prácticas de los profesionales de la información depende en buena medida el futuro del periodismo.
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