El jueves 25 de mayo, justo antes de una gripe por la que suspendió todas sus actividades, el Papa Francisco concedió una entrevista al canal Noticias Telemundo de México. Es la última –por lo menos hasta hoy– y esta vez el periodista fue Julio Vaqueiro. Al final (minuto 11.46), antes de despedirse, Vaqueiro le pidió un consejo para la profesión. El Papa le dio una de las descripciones más cabales del periodismo: sean poetas. Poetas quiere decir creativos. El periodista no puede ser una má-quina, un papel carbónico que diga matemáticamente lo que pasó. Un periodista tiene que ser creativo, creativo respetando la verdad, la realidad.
Luego dice que no hay que caer en los cuatro pecados del periodismo: la desinformación, la calumnia, la difamación y la coprofilia, pero esto va para el próximo post.
Como en esta casa hemos comparado muchas veces la profesión de los periodistas con las de los artistas, quiero dejar registro de esta especie de bendición papal a la idea.
Decir la verdad es la obligación esencial del periodismo. Todas las demás características de la profesión pueden ser discutibles y también pueden mutar o tener escalas diversas. La verdad, en cambio, no tiene escalas ni es negociable. Pero lo notable en los dichos de Bergoglio es que los periodistas deben ser poetas. Gran cosa, porque alguno se imaginará que los poetas no respetan la verdad y eso no es así. Los poetas –y todos los artistas– buscan la verdad, lo que pasa es que la buscan a su modo y cada uno la expresa con su estilo, que suele ser mucho más accesible para las audiencias. La verdad de los artistas no es ni más ni menos verdad que la de los científicos, de las religiones o de los jueces. Es solo otro modo de decirla, pero además, en el caso especial del periodismo, su misión es saciar las urgencias de verdad de todo ser humano.
El papa agrega lo de respetar la realidad. La realidad, la historia, lo que pasó... no se puede cambiar. Pero sí se puede cambiar el relato de la historia (que por desgracia en castellano también llamamos historia) y hay muchos modos de contarla sin faltar a la verdad, tantos como personas lo cuenten. Cuando Francisco nos pide a los periodistas que seamos poetas, nos ruega que respetemos la realidad y que a la vez la hagamos atractiva, interesante, apetecible. Lo sabemos los que nos dedicamos a esta profesión, pero es genial que lo diga el papa a todo el mundo y con esas palabras tan claras.
Desde la época de Aristóteles los filósofos sostienen que para decir la verdad primero tenemos que saberla; por eso la definen como la adecuación del pensamiento a la realidad. El que la ignora pero igual la cuenta es un necio; y el que la conoce pero miente es un cínico. Ya decía Ryszard Kapuściński que los cínicos no sirven para este oficio. Pero tampoco sirven los necios: ni los necios, ni los cínicos pueden ser periodistas.
Después de ese consejo, agrega el Papa los cuatro pecados que debe evitar el periodismo, cosa que suele hacer cada vez que le preguntan sobre la profesión:
La desinformación: que es decir lo que conviene y callar lo que no conviene. Está mal porque hay que decirlo todo. Los periodistas sabemos que es preciso hablar con todos los involucrados en el acontecimiento que estamos convirtiendo en noticia. La verdad –y casi siempre la razón– no suele ser la versión de una sola de las partes, pero si igual fuera así, tenemos obligación de dar voz a todas las partes involucradas. Y además tenemos que informar siempre más allá de nuestra propia conveniencia. Otra cosa es la opinión, que es libre para cada uno de los que opinan y por eso es muy importante que en un medio de comunicación se distinga la información de la opinión y de la publicidad.
La calumnia: inventar cosas que no son ciertas. Los periodistas tenemos una obligación especial de decir la verdad, calificada por la profesión, pero también los que no son periodistas están obligados a decir la verdad. Callarse cuando no se puede decir la verdad es un viejo principio de la ética, con el que coinciden todos los mandamientos morales, todas las religiones y todas las leyes. Es que no se podría vivir en el mundo sin este respeto a la verdad. Así como necesitamos el aire para respirar, también necesitamos la verdad para alimentar nuestra razón y, lógicamente, para la vida en sociedad.
Hay muchos modos de decir la verdad, tantos como las personas que la dicen. Y la misma cantidad de modos de mentir. El Papa agrega la idea –que comentaba el domingo pasado– del arte que tenemos los periodistas para hacerla atractiva, y comparaba nuestra creatividad con la de los poetas. Buena comparación porque eso es lo que somos: artistas que respetan a rajatabla la realidad, buscan afiebradamente la verdad y la expresan con arte; ni más ni menos que cualquier poeta o literato. Y en un mundo de mentirosos, los periodistas nos hemos vuelto tan imprescindibles como el aire y los medios como el agua.
La difamación: decir cosas que, aunque sea ciertas, hacen daño. Es la gran diferencia, también en el derecho penal, entre la difamación y la calumnia: la calumnia es una falsedad; la difamación es una verdad pero que no se debe decir por estar fuera de contexto, ser del pasado o de una situación que no tiene nada que ver con la persona involucrada pero que la mancilla. Lo hacemos todos los días todo el tiempo, sobre todo los mayores que nos pasamos la vida juzgando y prejuzgando a nuestros semejantes y cualquier dato nos sirve para etiquetarlos o cancelarlos. Las generaciones más jóvenes, en cambio, han aprendido a no juzgar a la gente: es una gran cosa.
La coprofilia: que el Papa la traduce literalmente como el amor a la caca y la RAE define como atracción fetichista por los excrementos. Es el periodismo que hurga en la porquería, lucra con el morbo, apela a la curiosidad malsana y no a la necesidad de verdad. La coprofilia es una pandemia que se ha instalado en la industria hace muchos años, la vemos todos los días en la televisión, en programas y hasta canales dedicados exclusivamente a revolver excrementos que deberían quedar en la intimidad. Siempre podemos reírnos de un borracho desnudo en lugar de protegerlo de las miradas indiscretas, como hicieron los hijos buenos de Noé.
Como en esta casa hemos comparado muchas veces la profesión de los periodistas con las de los artistas, quiero dejar registro de esta especie de bendición papal a la idea.
Decir la verdad es la obligación esencial del periodismo. Todas las demás características de la profesión pueden ser discutibles y también pueden mutar o tener escalas diversas. La verdad, en cambio, no tiene escalas ni es negociable. Pero lo notable en los dichos de Bergoglio es que los periodistas deben ser poetas. Gran cosa, porque alguno se imaginará que los poetas no respetan la verdad y eso no es así. Los poetas –y todos los artistas– buscan la verdad, lo que pasa es que la buscan a su modo y cada uno la expresa con su estilo, que suele ser mucho más accesible para las audiencias. La verdad de los artistas no es ni más ni menos verdad que la de los científicos, de las religiones o de los jueces. Es solo otro modo de decirla, pero además, en el caso especial del periodismo, su misión es saciar las urgencias de verdad de todo ser humano.
El papa agrega lo de respetar la realidad. La realidad, la historia, lo que pasó... no se puede cambiar. Pero sí se puede cambiar el relato de la historia (que por desgracia en castellano también llamamos historia) y hay muchos modos de contarla sin faltar a la verdad, tantos como personas lo cuenten. Cuando Francisco nos pide a los periodistas que seamos poetas, nos ruega que respetemos la realidad y que a la vez la hagamos atractiva, interesante, apetecible. Lo sabemos los que nos dedicamos a esta profesión, pero es genial que lo diga el papa a todo el mundo y con esas palabras tan claras.
Desde la época de Aristóteles los filósofos sostienen que para decir la verdad primero tenemos que saberla; por eso la definen como la adecuación del pensamiento a la realidad. El que la ignora pero igual la cuenta es un necio; y el que la conoce pero miente es un cínico. Ya decía Ryszard Kapuściński que los cínicos no sirven para este oficio. Pero tampoco sirven los necios: ni los necios, ni los cínicos pueden ser periodistas.
Después de ese consejo, agrega el Papa los cuatro pecados que debe evitar el periodismo, cosa que suele hacer cada vez que le preguntan sobre la profesión:
La desinformación: que es decir lo que conviene y callar lo que no conviene. Está mal porque hay que decirlo todo. Los periodistas sabemos que es preciso hablar con todos los involucrados en el acontecimiento que estamos convirtiendo en noticia. La verdad –y casi siempre la razón– no suele ser la versión de una sola de las partes, pero si igual fuera así, tenemos obligación de dar voz a todas las partes involucradas. Y además tenemos que informar siempre más allá de nuestra propia conveniencia. Otra cosa es la opinión, que es libre para cada uno de los que opinan y por eso es muy importante que en un medio de comunicación se distinga la información de la opinión y de la publicidad.
La calumnia: inventar cosas que no son ciertas. Los periodistas tenemos una obligación especial de decir la verdad, calificada por la profesión, pero también los que no son periodistas están obligados a decir la verdad. Callarse cuando no se puede decir la verdad es un viejo principio de la ética, con el que coinciden todos los mandamientos morales, todas las religiones y todas las leyes. Es que no se podría vivir en el mundo sin este respeto a la verdad. Así como necesitamos el aire para respirar, también necesitamos la verdad para alimentar nuestra razón y, lógicamente, para la vida en sociedad.
Hay muchos modos de decir la verdad, tantos como las personas que la dicen. Y la misma cantidad de modos de mentir. El Papa agrega la idea –que comentaba el domingo pasado– del arte que tenemos los periodistas para hacerla atractiva, y comparaba nuestra creatividad con la de los poetas. Buena comparación porque eso es lo que somos: artistas que respetan a rajatabla la realidad, buscan afiebradamente la verdad y la expresan con arte; ni más ni menos que cualquier poeta o literato. Y en un mundo de mentirosos, los periodistas nos hemos vuelto tan imprescindibles como el aire y los medios como el agua.
La difamación: decir cosas que, aunque sea ciertas, hacen daño. Es la gran diferencia, también en el derecho penal, entre la difamación y la calumnia: la calumnia es una falsedad; la difamación es una verdad pero que no se debe decir por estar fuera de contexto, ser del pasado o de una situación que no tiene nada que ver con la persona involucrada pero que la mancilla. Lo hacemos todos los días todo el tiempo, sobre todo los mayores que nos pasamos la vida juzgando y prejuzgando a nuestros semejantes y cualquier dato nos sirve para etiquetarlos o cancelarlos. Las generaciones más jóvenes, en cambio, han aprendido a no juzgar a la gente: es una gran cosa.
La coprofilia: que el Papa la traduce literalmente como el amor a la caca y la RAE define como atracción fetichista por los excrementos. Es el periodismo que hurga en la porquería, lucra con el morbo, apela a la curiosidad malsana y no a la necesidad de verdad. La coprofilia es una pandemia que se ha instalado en la industria hace muchos años, la vemos todos los días en la televisión, en programas y hasta canales dedicados exclusivamente a revolver excrementos que deberían quedar en la intimidad. Siempre podemos reírnos de un borracho desnudo en lugar de protegerlo de las miradas indiscretas, como hicieron los hijos buenos de Noé.
Periodismo y poesía, en Paper Papers, 26 de junio de 2022
No hay comentarios:
Publicar un comentario