domingo, 29 de septiembre de 2024

Progresistas eran los de antes

Gracias a un post de Facundo Landívar me entero de dos excelentes notas aparecidas en Seúl, la revista digital que dirige Hernán Iglesias Illa. La primera es la entrevista a Martín Gurri que apareció el 14 de febrero de 2021. Gurri es el autor de The Revolt of the Public, ahora traducido al castellano como La rebelión del público: la crisis de autoridad en el nuevo milenio (Editorial Adriana Hidalgo).


La segunda es más reciente, de Gustavo Noriega, titulada Las redes somos todos, y es por la que me entero de la entrevista a Gurri, publicada en plena pandemia. Las dos valen mucho la pena y ojalá este post sirva para que conozcan Seúl y se suscriban, que también vale la pena.

Contenida en estos dos artículos hay una idea que busco darle forma hace tiempo y que he esbozado en algunos textos en este blog y en otro que tengo por ahí

Las fuerzas, digamos progresistas, están poniéndose cada día más nerviosas por cierta pérdida de influencia en la opinión pública. Esa influencia era, hasta hace poco, casi total. Nadie podía opinar en contra de ciertas ideas que parecían eternas (como los dogmas), y si opinabas en contra eras cancelado o tachado de fascista, cipayo, gorila o integrista (ningún razonamiento). Pero además se sentían dueños de la calle, ese lugar que se ocupaba con manifestaciones más o menos multitudinarias, pero siempre de minorías si se las compara con la llegada bestial de las redes sociales. Para colmo, las manifestaciones de los más radicalizados solo consiguen que vayan, con sus pancartas ajadas, los mismos que los votan, así que los que van son todos los que hay.

Curiosamente, la reacción de muchos periodistas –ahora digamos honestos– es no confiar en las redes sociales. Dicen que es una cloaca o sostienen que son un arma de las fuerzas reaccionarias puestas al servicio de Donald Trump por Elon Musk, el gran manipulador de las masas de la ultraderecha norteamericana. 

Esta cerrazón de cabeza de los periodistas progres es la que noto todos los días en la prensa española, francesa, italiana, alemana, neerlandesa, austríaca... Para todo ese periodismo, absolutamente mayoritario, la derecha es siempre ultra o extrema, mientras que la izquierda es moderada. Aclaro que los progres son las inmensa mayoría del periodismo porque esto es un arte y los artistas estamos siempre del lado progresista y divertido de la vida. Pero resulta que a pesar del periodismo progre en esos países de Europa están avanzando las derechas y lo confirma el veredicto incontestable de las urnas. En la Argentina pasa algo parecido, también avanza la derecha en contra de la voz casi unánime de los periodistas, y supongo que esas voces son la que enervan al presidente que nos maltrata casi todos los días y a veces con cierta razón.

Gurri y Noriega vienen a decir que todo es mucho más espontáneo de lo que se imaginan los que ven fantasmas en Twitter (igual que Noriega, no pienso decirle X). No nos imaginamos lo que significarán las redes sociales para el avance de las ciencias y las tecnologías; mucho menos para los cambios sociales que van a producir (Gurri las compara con la imprenta). Imposible saber todavía la magnitud de esos cambios, pero empezamos a vislumbrarlos en una nueva especie de democracia que espanta a los que se creían dueños de las ideas de los demás.

Reynaldo Sietecase y Ernesto Tenembaum con el espantapájaros de Twiter en la ilustración de Seúl
Es de lamentar la actitud cerrada de un lado o del otro. Tachar o cancelar a los que piensan distinto no es avanzar en la historia sino retroceder. Y al final resulta que la izquierda se está volviendo conservadora y la derecha progresista; y lo que es peor para los progresistas es que ahora la izquierda aburre y la derecha divierte.

La democracia es la convivencia pacífica de los que piensan distinto y no la imposición a las minorías de lo que piensan las mayorías, que por desgracia es bastante parecido a la imposición a las mayorías de lo que piensan las minorías: tal es la tiranía, que desde el progresismo y la izquierda hoy imponen en nuestra América los patriarcas otoñales de Cuba, Venezuela o Nicaragua.

jueves, 26 de septiembre de 2024

Evening Standard ahora es The London Standard

19 de septiembre

Hoy
 

Hoy sale por primera vez a la calle The London Standard, el weekly en que se ha transformado el Evening Standard, que salió por última vez el pasado 19 de septiembre. Y sí... había que cambiarle el nombre porque lo de evening ya no cuadraba.

El Evening Standard nació en 1827 y se volvió gratuito en 2009. Era especialmente popular entre los commuters de Londres, pero desde agosto de este año ya no salía ni los lunes ni los viernes.

Aquí la noticia en la BBC.

martes, 24 de septiembre de 2024

ADEPA y las Naciones Unidas

Acaba de terminar la 62ª Asamblea General de ADEPA, que esta vez tuvo lugar en Posadas. Solo asistí a la cena de clausura en la que se distinguió a Guillermo Ignacio por sus 60 años ininterrumpidos en la entidad. Y Javier Milei acaba de pronunciar su primer discurso en las Naciones Unidas, poco después de que diera su último Joe Biden. Las dos reuniones me disparan estas ideas que voy a tratar de poner por escrito. Aclaro que no pretendo maltratar a nadie: es solo un escenario que trataré de describir tal como lo veo, junto con mi opinión, bastante conocida, sobre esa situación.


Aclaro que soy accionista de una empresa (una entidad periodística) que tiene un diario hace 100 años en la Argentina, fundador de Asociación De Entidades Periodísticas Argentinas. He integrado su comisión directiva y asisto a las reuniones de ADEPA hace muchos años, aunque cada vez menos. Hace quince años, por expresar mi pensamiento en este mismo blog, quisieron expulsarme de la asociación cuyo fin esencial es la defensa de la libertad de expresión.

La primera conclusión, a la vista de las dos reuniones, es que ni la ONU ni ADEPA sirven para nada. Esto debiera ser positivo para ADEPA porque pueden decir que se parecen nada menos que a la ONU. 

El problema que vuelvo a remarcar es el de los asociacioneros o el asociativismo, esa especie de activismo asociativo que sigue vivo en ADEPA, pero que es endémico en casi todas las asociaciones que reúnen a un sector de cualquier industria. Con otras palabras decía en ese post que no es una fortaleza estar mucho tiempo en ADEPA ni en ninguna asociación, porque es tiempo que se roba a la propia empresa y porque es bueno que la gente cambie, que se renueve, que vuelva a la trinchera y no se aparte de la realidad del día a día del periodismo, conocimiento que es esencial cuando se ocupa una silla en la asociación durante una temporada que siempre debe ser finita.

Al final, ADEPA es funcional a los de siempre: un grupo de lobistas manejados por el Grupo Clarín, con un esquema de elección, copiado de la SIP, que sirve para que sigan siempre los mismos. Y para colmo se homenajean profusamente entre ellos cada vez que pueden al calor de los aplausos del resto. Tienen tiempo porque su vida es la asociación, mientras otros estamos al pie de cañón, tratando de resolver nuestros problemas y nuestras urgencias, que a ADEPA le importan un comino.

Dije que no sirven para nada ni la ONU ni ADEPA. Milei lo denunció hoy en Nueva York cuando dijo que la ONU no consigue ninguno de sus fines. Pero en este párrafo me rectifico, o rebajo la denuncia: ADEPA sirve para reunirse y eso es suficiente porque verse las caras las personas que estamos en la misma industria tiene ya un valor importante. La ONU, en cambio, no sirve ni para eso.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Corte sin piedad el techo y el suelo

La foto está en la página 10 de Clarín de hoy. Ya se ve que dos tercios de la foto son inútiles: techo y suelo, pero así fue publicada. Los protagonistas son gobernadores y otros representantes de las provincias argentinas que se reunieron ayer en el Consejo Federal de Inversiones. 

Según un principio elemental de la edición fotográfica en los Estados Unidos, las caras nunca deben ser menores que un dime, la moneda de diez centavos norteamericana. Es una moneda pequeña, casi del mismo tamaño que el penny de cobre (un centavo) y algo más chica que el nikkel (cinco centavos) y el quarter.


Cuando daba clases de diseño editorial en la Argentina era fácil porque, gracias o por culpa de la convertibilidad, todas las monedas y los billetes de curso legal eran del mismo tamaño que los norteamericanos.

Será cuestión de encontrar en cada país una moneda, como la de diez centavos de euro en los países de la UE, o un equivalente  en tamaño, que tengamos todos a mano, en el cajón de la mesa de los editores o de quienes diseñan o diagraman las páginas.

Es evidente que en la foto de hoy de Clarín debía cortarse sin piedad el techo y el suelo y publicarla a cinco columnas, ocupando todo el ancho de la página, encima del título. Subo la página completa y también la impar para que se vea que no chocaba con nada. Solo tiene que hacer clic en ellas para verlas bien grandes. Y pienso ahora que quizá sea la posibilidad de agrandar las fotos en los medios digitales la culpable de que a nadie le interese ya el tamaño de las fotos en la edición gráfica. 


lunes, 9 de septiembre de 2024

Agenda-setting por Maxwell McCombs

Gracias a Ramón Salaverría encuentro esta joya. La teoría de la agenda-setting resumida en un minuto por su autor, Maxwell McCombs.

viernes, 6 de septiembre de 2024

La inesperada columna de Arthur G. Sulzberger, en castellano

La Nación y Clarín de hoy publican en sus páginas el artículo de ayer de Arthur G. Sulzburger en el Washington Post. En esta casa no traducimos del inglés, pero me parece que vale la pena subir hoy la versión en castellano de Jaime Arrambide publicada en La Nación de Buenos Aires, así que, con el permiso presunto de La Nación, del Washington Post y del publisher del New York Times, subo esa versión con sus propias negritas y subtítulos.

La silenciosa guerra contra la libertad de expresión puede llegar a Estados Unidos

Algunos líderes del mundo han coartado salvajemente al periodismo, y ahora los políticos norteamericanos podrían apelar a su mismo manual de instrucciones

El editor del diario The New York Times, A.G. Sulzberger, publicó hoy una columna de opinión en su principal competidor, el diario The Washington Post; a continuación, los principales conceptos
Después de varios años fuera del poder, el exmandatario ha vuelto a ganar con una plataforma populista. Acusa a los medios de haberle costado previamente la reelección por la cobertura que hicieron de su anterior mandato. Desde su punto de vista, tolerar a la prensa independiente, con su insistencia en la verdad y la rendición de cuentas de los gobiernos, debilitaron su capacidad de manejar a la opinión pública. Y esta vez está decidido a no cometer el mismo error.

Su país es una democracia, así que no puede clausurar simplemente los diarios y meter presos a los periodistas. En cambio, se propone socavar a las empresas de noticias independientes de maneras más sutiles, con herramientas burocráticas, como las leyes impositivas, el otorgamiento de licencias de transmisión, o contrataciones del Estado. Mientras tanto, recompensa a los medios de prensa adictos con pauta oficial, exenciones impositivas y otros subsidios del Estado, y ayuda al empresariado amigo a adquirir otros medios de comunicación debilitados a precio de remante para que los conviertan en órganos difusores de su gobierno.

En apenas un par de años, en el país solo quedan pequeños bolsones de periodismo independiente, liberando al líder de tal vez el mayor obstáculo para su creciente autoritarismo. Ahora, los noticieros de la noche y los titulares de los diarios repiten como loros sus afirmaciones, por lo general totalmente despegadas de la verdad, ensalzando hasta el menor de sus logros mientras demonizan y desacreditan a sus críticos. “El que controla los medios de un país, controla la mentalidad de un país y a través de eso controla el país en sí mismo”, afirma sin ruborizarse el director político del mandatario.

Esa es la versión resumida de la forma en que Viktor Orban, primer ministro de Hungría, desmanteló con eficacia los medios de comunicación de su país, uno de los pilares centrales de su proyecto más amplio de transformar a su país en una “democracia iliberal”. Con la prensa debilitada, pudo guardar secretos, reescribir la realidad, socavar a sus rivales políticos, actuar con impunidad y, en última instancia, consolidar un poder sin controles, empeorando la situación de su nación y de su gente. Y esa historia se está repitiendo en todas las democracias del mundo en proceso de erosión.

Durante el año pasado, me preguntaron con insistencia si el diario The New York Times, donde trabajo como editor, está preparado para la posibilidad de que en Estados Unidos se adopte una campaña similar contra la prensa libre, a pesar de la orgullosa tradición de nuestro país de reconocer el papel esencial del periodismo para que exista una democracia fuerte y a un pueblo libre.

Y la pregunta no es disparatada. En su afán por volver a la Casa Blanca, el expresidente Donald Trump y sus aliados han declarado abiertamente su intención de redoblar sus ataques contra una prensa a la que ridiculiza desde hace años como “el enemigo del pueblo”. El año pasado, Trump prometió: “Los medios de comunicación de bajo perfil serán examinados al detalle por su cobertura deliberadamente deshonesta y corrupta de individuos, hechos y acontecimientos”. Y la amenaza de Kash Patel, alto funcionario de Trump, fue todavía más explícita: “Vamos a ir a contra ustedes, ya sea por la vía penal o civil”. Ya hay pruebas de que Trump y su equipo lo dicen en serio. Al final de su primer mandato, la retórica antiprensa de Trump –que contribuyó al aumento del sentimiento antiprensa en Estados Unidos y en todo el mundo– fue pasando sigilosamente de la amenaza a las acciones concretas.


Si Trump cumple su promesa de seguir con esa campaña de destrucción durante un eventual segundo mandato, sus embates probablemente reflejarán su abierta admiración por el manual de estrategias despiadadamente eficaz de líderes autoritarios como Orban, con quien Trump se reunió recientemente en Mar-a-Lago y a quien elogió como “un líder inteligente, fuerte y compasivo”. Recientemente, el actual compañero de fórmula de Trump, el senador J. D. Vance, también se deshizo en elogios hacia Orban: “Ha tomado algunas decisiones inteligentes que Estados Unidos podría tomar como ejemplo”. Uno de los arquitectos intelectuales de la agenda republicana, el presidente de la Fundación Heritage, Kevin Roberts, afirmó que la Hungría de Orban “no es solo un modelo de política exterior conservadora, sino EL modelo”. Aplaudido a rabiar por los asistentes a una conferencia política republicana celebrada en Budapest en 2022, el propio Orban dejó muy en claro lo que su modelo necesita: “Queridos amigos, debemos tener nuestros propios medios de comunicación”.

Para asegurarnos de estar preparados para lo que venga, con mis colegas nos pasamos meses estudiando cómo se fue gestando el ataque a la libertad de prensa en Hungría y en en otras democracias, como la India y Brasil. Los entornos políticos y mediáticos de cada país son diferentes, y las campañas contra la prensa han recurrido a tácticas y han tenido niveles de éxito disímiles, pero hay un patrón de acción contra la prensa que tiene hilos en común.

Estos nuevos aspirantes a dictadores han desarrollado un estilo más sutil que sus colegas de Estados totalitarios como Rusia, China y Arabia Saudita, que sistemáticamente censuran, encarcelan o directamente asesinan a los periodistas. En las democracias, los que intentan socavar el periodismo independiente suelen explotar debilidades banales —y por lo general nominalmente legales— de los sistemas de gobierno de cada país. Ese manual de acción suele tener cinco partes.

  • Crear un clima propicio para la represión de los medios, sembrando desconfianza en la opinión pública sobre el periodismo independiente y normalizando el acoso a los periodistas que lo integran. 
  • Manipular el sistema legal y regulatorio —como los impuestos, la aplicación de la ley de inmigración y la protección de la privacidad de las personas— para castigar a periodistas y organizaciones de noticias que son percibidos como ofensivos. 
  • Hacer una explotación de la Justicia, en general a través de causas civiles, para imponer sanciones logísticas y financieras adicionales al periodismo caído en desgracia, incluso con denuncias sin sustento legal. 
  • Escalar los ataques contra los periodistas y sus empleadores, alentando a los partidarios del poder de otras partes del sector público y privado para que adopten esas mismas tácticas. 
  • Utilizar los resortes del poder, no solo para castigar a los periodistas independientes, sino también para recompensar a quienes demuestran lealtad y sumisión al gobierno. Esto incluye ayudar a los seguidores del partido gobernante a obtener el control de los medios de prensa financieramente debilitados por todos los ataques antes mencionados.

Como queda claro en esta lista, esos líderes se han dado cuenta de que las medidas de represión contra la prensa son más efectivas cuando son menos dramáticas: no les conviene una película de suspenso, sino más bien un bodrio tan pesado e incomprensible que nadie quiera verlo.

Como alguien que cree firmemente en la importancia fundamental de la independencia periodística, no tengo el menor interés en meterme en política. No estoy de acuerdo con quienes sugieren que Trump representa un riesgo tan grande para la libertad de prensa que las organizaciones de noticias, como aquella para la que trabajo, deberían dejar de lado la neutralidad y oponerse directamente a su reelección. Renunciar a la independencia periodística por miedo a que más tarde nos la puedan quitar representa una total falta de visión. Nuestro compromiso en The New York Times es seguir apegándonos a los hechos y presentar un panorama completo, justo y preciso de las elecciones de noviembre y de los candidatos y los temas que presenten durante su campaña. El modelo democrático de nuestro país le asigna roles diferentes a cada una de sus instituciones: este es el nuestro.


Al mismo tiempo, sin embargo, y como representante de una de las principales organizaciones de noticias de Estados Unidos, me siento obligado a denunciar abiertamente las amenazas a la prensa libre, como mis predecesores y yo hemos hecho siempre con los presidentes de uno u otro signo político. Y lo hago desde aquí, desde las páginas de un estimado competidor, porque creo que se trata de un riesgo compartido por toda nuestra profesión y por todos los que dependen de ella. Poner de manifiesto esta campaña contra la prensa no implica aconsejarle a la gente cómo votar. El voto entraña innumerables cuestiones más cercanas al corazón de los votantes que la protección que merece mi profesión, que es ampliamente impopular. Pero el debilitamiento de la prensa libre e independiente importa, sin importar el partido político al que adscriba cada uno. El flujo de noticias e información confiable es fundamental para que un país sea libre, próspero y seguro para sus habitantes. Por eso es que a lo largo de la historia de Estados Unidos la defensa de la libertad de prensa ha sido un inusual punto de consenso entre ambos partidos mayoritarios. Como dijo una vez el presidente Ronald Reagan: “No hay ingrediente más esencial que una prensa libre, fuerte e independiente para seguir teniendo éxito en eso que los Padres Fundadores llamaron nuestro ‘noble experimento’ de autogobierno”.

Ese consenso hoy se ha roto. Y en proceso de elaboración hay un nuevo modelo que pretende socavar la capacidad de los periodistas de recabar información y difundirla libremente. Vale la pena conocer cómo funciona este modelo cuando se lleva a la práctica.

El modelo en la práctica

Un martes por la mañana de 2023, más de una docena de funcionarios indios irrumpieron en las oficinas de la BBC en Nueva Delhi y Bombay. A los sorprendidos periodistas y editores les ordenaron que se alejaran de sus computadoras y entregaran sus teléfonos celulares. Durante los siguientes tres días, los periodistas tuvieron prohibido el ingreso a sus propias oficinas, lo que permitió que el gobierno indio revisara sus archivos y dispositivos electrónicos. Pero más sorprendente que el allanamiento en sí fue que esos funcionarios no se identificaron como agentes de la ley, sino como auditores fiscales…

El gobierno del primer ministro Narendra Modi tiene un largo historial de llevar a cabo estas “encuestas impositivas”, como las llaman las autoridades, contra organizaciones de noticias independientes cuyos informes provocan la furia de su régimen. Y la ocasión en que se produjo el allanamiento permite discernir con facilidad qué lo desencadenó: el mes anterior, la BBC había publicado un documental que volvía a analizar las acusaciones de que Modi había tenido un rol en disturbios sectarios que terminaron con muchos muertos, un tema que el primer ministro ha tratado de mantener fuera del foco de atención de la opinión pública.

El gobierno de Modi argumentó que el allanamiento de las oficinas de la BBC no tenía nada que ver con el documental, sino que simplemente se trató de una medida normal de buena gobernanza: auditar los libros de una corporación para garantizar el cumplimiento del notoriamente complejo código tributario de la India. Pero el allanamiento les dio a las autoridades tres días de acceso a las computadoras y teléfonos de periodistas y editores, con el riesgo de dejar expuestas a fuentes confidenciales, y también fue un inequívoco mensaje de advertencia para cualquier denunciante futuro que tuviera intenciones de desafiar a Modi exponiendo sus conductas reprochables: si hablás con los periodistas, te vamos a ir a buscar y te vamos a encontrar. Muchos de esos disidentes han sido despedidos, condenados al ostracismo, hostigados y arrestados.

Hasta las leyes pensadas para apoyar un ecosistema de información saludable pueden ser manipuladas. En Hungría, el gobierno de Orban ha intentado tergiversar las normas de privacidad digital de la Unión Europea para bloquear las prácticas habituales del periodismo de investigación, como recurrir a bases de datos de acceso a la información pública.

Los norteamericanos tal vez estén acostumbrados a ver en la Justicia un garante de sus derechos y las libertades –como la libertad de prensa– contra este tipo de abusos y distorsiones de las leyes, pero las lecciones que llegan de otros países, como Brasil, nos recuerdan que el sistema judicial también puede ser mal utilizado para obstaculizar y encarecer el trabajo de los periodistas.

En Brasil, los frecuentes abusos del aparato del justicia por parte del expresidente Jair Bolsonaro y sus aliados han sido calificados de “acoso judicial”, con abogados que presentaban demandas ante jueces consabidamente hostiles a la prensa, y abrumando a los periodistas con causas judiciales superfluas para multiplicar sus costos de representación legal. El gobernador de un estado rural, aliado acérrimo de Bolsonaro, usó esas tácticas para perseguir a más de una docena de periodistas locales por informar sobre él, su familia y sus partidarios políticos, y también los demandó penalmente por sus acusaciones.

“Bolsonaro le abrió la puerta al odio hacia el periodismo, y dejó allanado ese camino para empresarios, abogados, gobernadores, y organizaciones no gubernamentales, entre otros”, dice Cristina Tardáguila, fundadora de Agência Lupa, un medio brasileño de verificación de datos. “Hay un empresario, gran admirador de Bolsonaro, que en los últimos tiempos ha presentado más de 50 demandas contra periodistas.”

Fake news

Han pasado solo ocho años desde que Donald Trump popularizó el término “noticias falsas” como un garrote para desestimar y atacar al periodismo que lo desafiaba.

De boca del presidente de los Estados Unidos, esa frase fue todo lo que necesitaban muchos aspirantes a autócrata. Desde entonces, alrededor de 70 países de seis continentes han promulgado leyes sobre las “noticias falsas” nominalmente destinadas a erradicar la desinformación, pero que muchas sirven básicamente para que los gobiernos puedan castigar al periodismo independiente. Bajo el imperio de esas leyes, los periodistas han enfrentado multas, arrestos y censura por informar, por ejemplo, sobre el conflicto separatista en Camerún, por documentar las redes de tráfico sexual en Camboya, por hacer una crónica de la pandemia de covid-19 en Rusia, y por cuestionar la política económica de Egipto. Y Trump ha defendido tenazmente todas y cada una de esas iniciativas, como lo hizo cuando en una conferencia de prensa conjunta le dijo públicamente a Bolsonaro: “Estoy muy orgulloso de oír al presidente utilizar el término ‘noticias falsas’.”

Ahora las cosas han dado un giro de 180 grados, y son Trump y sus aliados los que miran el ejemplo de Bolsonaro y sus secuaces en busca de inspiración y estudian las técnicas antiprensa que han perfeccionado en estos años. Y la eficacia de ese manual no debe ser subestimada. En Hungría, los aliados de Orban controlan ahora más del 80% de los medios de comunicación del país. En la India, Modi ha subvertido con tanto éxito a la prensa independiente –bloqueando informes sobre cualquier tema, desde protestas masivas contra su política económica hasta el maltrato a la minoría musulmana del país— que gran parte de los medio tradicionales son ridiculizados como “medios falderos.” Y no caigamos en el error de creer que este es un problema exclusivo de los periodistas: cada medio de comunicación debilitado repercute en toda la sociedad, enmascarando la corrupción, ocultando los riesgos para la salud y la seguridad públicas, restringiendo los derechos de las minorías y distorsionando el proceso electoral. La democracia en sí, aunque todavía intacta —como quedó de relieve con el avance de los partidos opositores en las recientes elecciones en la India—, es cada vez más tenue y está cada vez más condicionada.

En Estados Unidos, concebíamos a la prensa libre como un freno fundamental contra el retroceso democrático.

No nos engañemos: a ningún líder político le gusta el escrutinio de los medios ni tiene el prontuario limpio en materia de ataques a la prensa. Todos los presidentes norteamericanos desde la fundación del país se han quejado de las preguntas incómodas de los periodistas que tratan de mantener informada a la gente. Y eso incluye al presidente Joe Biden, que habla con entusiasmo de la importancia de la prensa libre, pero esquiva sistemáticamente los encuentros no programados con periodistas independientes, que le ha permitido evitar responder sobre su edad y estado físico. Pero incluso con un historial imperfecto, tanto los presidentes, legisladores y juristas republicanos y demócratas por igual siempre han defendido y ampliado las protecciones para los periodistas. Durante el último siglo, Trump se destaca por sus esfuerzos agresivos y sostenidos para socavar la prensa libre.

Y si necesitan más pruebas de que Trump apenas estaba calentando motores, basta con recordar los últimos días de su primer mandato, cuando su Departamento de Justicia confiscó en secreto los registros telefónicos de los periodistas de las tres organizaciones de noticias que más detesta: The New York Times, The Washington Post y CNN. Sin embargo, como en Hungría, Brasil y la India, muchas de las amenazas más perniciosas a la libertad de prensa en Estados Unidos probablemente adopten una forma más prosaica: un clima de acoso y escarnio públicos, causas judiciales con sanciones económicas, trabas burocráticas, todo destinado a debilitar aún más a medios de comunicación ya famélicos por años de dificultades financieras. Y esa lista no es alarmista ni especulativa.

La historia de las campañas contra la prensa en todo el mundo pone de relieve la crucial importancia de la libertad de prensa para la supervivencia de la democracia. El acceso a noticias confiables no sólo deja mejor informada a la opinión pública, sino que fortalece a las empresas y hace que las países sean más seguros. En vez de desconfianza y división, el periodismo libre infunde comprensión mutua y compromiso cívico, desentierra la corrupción y la incompetencia para garantizar que el bien y los intereses del país estén por encima del interés personal de cualquier líder ocasional. Todo eso es lo que corre peligro cuando se debilita a la prensa libre e independiente.

jueves, 5 de septiembre de 2024

Arthur Sulzberger escribe en el Washington Post

Arthur Sulzberger, el publisher (dueño) del New York Times, escribe este extenso artículo en el Washington Post. Queda aquí mismo para los registros y mientras el WaPo no se enoje.

How the quiet war against
press freedom could come to America


Some foreign leaders have ruthlessly curtailed journalism. U.S. politicians could draw from their playbook.

By A.G. Sulzberger

A.G. Sulzberger is the publisher of the New York Times

 

After several years out of power, the former leader is returned to office on a populist platform. He blames the news media’s coverage of his previous government for costing him reelection. As he sees it, tolerating the independent press, with its focus on truth-telling and accountability, weakened his ability to steer public opinion. This time, he resolves not to make the same mistake.

His country is a democracy, so he can’t simply close newspapers or imprison journalists. Instead, he sets about undermining independent news organizations in subtler ways — using bureaucratic tools such as tax law, broadcast licensing and government contracting. Meanwhile, he rewards news outlets that toe the party line — shoring them up with state advertising revenue, tax exemptions and other government subsidies — and helps friendly businesspeople buy up other weakened news outlets at cut rates to turn them into government mouthpieces.

Within a few years, only pockets of independence remain in the country’s news media, freeing the leader from perhaps the most challenging obstacle to his increasingly authoritarian rule. Instead, the nightly news and broadsheet headlines unskeptically parrot his claims, often unmoored from the truth, flattering his accomplishments while demonizing and discrediting his critics. “Whoever controls a country’s media,” the leader’s political director openly asserts, “controls that country’s mindset and through that the country itself.”
 
 
This is the short version of how Viktor Orban, the prime minister of Hungary, effectively dismantled the news media in his country. This effort was a central pillar of Orban’s broader project to remake his country as an “illiberal democracy.” A weakened press made it easier for him to keep secrets, to rewrite reality, to undermine political rivals, to act with impunity — and, ultimately, to consolidate unchecked power in ways that left the nation and its people worse off. It is a story that is being repeated in eroding democracies all around the world.

Over the past year, I’ve been asked with increasing frequency whether The New York Times, where I serve as publisher, is prepared for the possibility that a similar campaign against the free press could be embraced here in the United States, despite our country’s proud tradition of recognizing the essential role journalism plays in supporting a strong democracy and a free people.

It’s not a crazy question. As they seek a return to the White House, former president Donald Trump and his allies have declared their intention to increase their attacks on a press he has long derided as “the enemy of the people.” Trump pledged last year: “The LameStream Media will be thoroughly scrutinized for their knowingly dishonest and corrupt coverage of people, things, and events.” A senior Trump aide, Kash Patel, made the threat even more explicit: “We’re going to come after you, whether it’s criminally or civilly.” There is already evidence that Trump and his team mean what they say. By the end of his first term, Trump’s anti-press rhetoric — which contributed to a surge in anti-press sentiment in this country and around the world — had quietly shifted into anti-press action.

If Trump follows through on promises to continue that campaign in a second term, his efforts would likely be informed by his open admiration for the ruthlessly effective playbook of authoritarians such as Orban, whom Trump recently met with at Mar-a-Lago and praised as “a smart, strong, and compassionate leader.” Trump’s running mate, Sen. JD Vance of Ohio, recently voiced similar praise of Orban: “He’s made some smart decisions there that we could learn from in the United States.” One of the intellectual architects of the Republican agenda, Heritage Foundation President Kevin Roberts, asserted that Orban’s Hungary was “not just a model for conservative statecraft, but the model.” To loud applause from attendees of a Republican political conference held in Budapest in 2022, Orban himself left little doubt over what his model calls for. “Dear friends: We must have our own media.”

To ensure we are prepared for whatever is to come, my colleagues and I have spent months studying how press freedom has been attacked in Hungary — as well as in other democracies such as India and Brazil. The political and media environments in each country are different, and the campaigns have seen varying tactics and levels of success, but the pattern of anti-press action reveals common threads.
 

These new would-be strongmen have developed a style more subtle than their counterparts in totalitarian states such as Russia, China and Saudi Arabia, who systematically censor, jail or kill journalists. For those trying to undercut independent journalism in democracies, the attacks typically exploit banal — and often nominally legal — weaknesses in a nation’s systems of governance. This playbook generally has five parts.

  • Create a climate hospitable to crackdowns on the media by sowing public distrust in independent journalism and normalizing the harassment of the people who produce it. 
  • Manipulate legal and regulatory authority —such as taxation, immigration enforcement and privacy protections— to punish offending journalists and news organizations. 
  • Exploit the courts, most often through civil litigation, to effectively impose additional logistical and financial penalties on disfavored journalism, even in cases without legal merit. 
  • Increase the scale of attacks on journalists and their employers by encouraging powerful supporters in other parts of the public and private sector to adopt versions of these tactics. 
  • Use the levers of power not just to punish independent journalists but also to reward those who demonstrate fealty to their leadership. This includes helping supporters of the ruling party gain control of news organizations financially weakened by all the aforementioned efforts. 

As that list makes clear, these leaders have realized that crackdowns on the press are most effective when they’re at their least dramatic — not the stuff of thrillers but a movie so plodding and complicated that no one wants to watch it.

As someone who strongly believes in the foundational importance of journalistic independence, I have no interest in wading into politics. I disagree with those who have suggested that the risk Trump poses to the free press is so high that news organizations such as mine should cast aside neutrality and directly oppose his reelection. It is beyond shortsighted to give up journalistic independence out of fear that it might later be taken away. At The Times, we are committed to following the facts and presenting a full, fair and accurate picture of November’s election and the candidates and issues shaping it. Our democratic model asks different institutions to play different roles; this is ours.

At the same time, as the steward of one of the country’s leading news organizations, I feel compelled to speak out about threats to the free press, as my predecessors and I have done to leaders of both parties. I am doing so here, in the pages of an esteemed competitor, because I believe the risk is shared by our entire profession, as well as all who depend on it. In highlighting this campaign, I am not advising people how to vote. There are countless issues on the ballot that are closer to voters’ hearts than protections for my broadly unpopular profession. But the weakening of a free and independent press matters, whatever your party or politics. The flow of trustworthy news and information is critical to a free, secure and prosperous nation. This is why defense of the free press has been a point of rare bipartisan consensus throughout the nation’s history. As President Ronald Reagan put it: “There is no more essential ingredient than a free, strong, and independent press to our continued success in what the Founding Fathers called our ‘noble experiment’ in self-government.”

That consensus has broken. A new model is being crafted that aims to undermine the ability of journalists to freely gather and report the news. It’s worth getting to know what this model looks like in action.

On a Tuesday morning in 2023, more than a dozen Indian officials swept into the BBC’s New Delhi and Mumbai offices. They told startled reporters and editors to step away from their computers and to hand over their cellphones. For the next three days, the journalists were barred from entering their own offices, allowing the government to scrutinize their electronics and rifle through their files. Even more surprising than the raid itself was that these officials identified themselves not as law enforcement agents but as tax auditors.

Prime Minister Narendra Modi’s government has a history of carrying out these “tax surveys,” as authorities called them, against independent Indian news organizations whose reporting has incurred his regime’s wrath. Given the timing, it wasn’t difficult to discern what triggered the government raid. The previous month, the BBC had released a documentary that reexamined allegations that Modi had played a role in deadly sectarian riots, a topic the prime minister has tried to keep from public view.

The government argued that its raid on the BBC offices had nothing to do with the documentary. It was simply a mundane act of good government — auditing the books of a corporation to ensure compliance with India’s notoriously complex tax code. But the raid gave the authorities three days of access to the computers and phones of journalists and editors. This risked the disclosure of confidential sources and sent an unmistakable warning to any future whistleblowers who might think to challenge Modi by exposing misconduct: Talk to journalists and we will find you. Many such dissidents have been fired, ostracized, harassed and arrested.

The raid of one of the world’s best known and regarded news organizations woke the rest of the international community to what was already an ever-present reality for Indian journalists. “You never know what story will trigger what kind of response. That’s what makes it so dangerous,” said Siddharth Varadarajan, a founding editor of the Wire, a respected Indian news outlet. Police have raided the Wire’s newsroom and the homes of its staff, and have repeatedly filed charges against its journalists, following reporting that angered the Modi government. “There’s a method in the madness,” Varadarajan explained. “Its ad hoc nature is part of the intimidation.”

A country’s immigration system, similarly opaque and centralized, is another bureaucratic lever that can be abused to put pressure on journalists. In India, Modi’s government has recently begun to impose stricter visa rules on journalists and has stripped foreign-born reporters of their right to remain in the country. One result is growing journalistic tentativeness. Vanessa Dougnac, a French journalist, described this dynamic after the Indian government revoked her work permit and she was forced to leave the country, even though she had reported freely in the country for more than 20 years and her husband and son are both Indian citizens. “Under the increasing yoke of visa acquisitions and access restrictions, foreign correspondents knew they were next on the list,” she wrote in May. “A precautionary paranoia took hold of everyone.”

Even laws designed to support a healthy information ecosystem can be twisted. In Hungary, Orban’s government has sought to manipulate the European Union’s digital privacy rules to block standard investigative reporting practices, such as drawing on public-records databases.

Americans might be used to thinking of the courts as guarantors of rights and liberties — such as freedom of the press — against these types of abuses and contortions of laws. But the lessons from abroad remind us that the court system can also be misused to make it harder and more expensive for journalists to do their work.

In India, for example, a respected financial journalist has spent the past seven years in court defending himself against defamation cases brought over his reporting on alleged misconduct at the companies of a multibillionaire close to Modi. The Wire has spent even longer fighting a defamation claim from a lawmaker in Modi’s party demanding the removal of two news articles about his business interests. “I’d be lying if I said it’s not a drain on our resources,” Varadarajan said. At other news organizations, journalists say colleagues have avoided pursuing important stories about powerful people — let alone publishing them — for fear of legal reprisal. In this way, court cases targeting the press need not be legally sound to succeed. Even when the case fails, the cost and stress of litigation can be enough to silence a reporter or encourage another to self-censor.

In Brazil, frequent abuses of the court system by former president Jair Bolsonaro and his allies were dubbed “judicial harassment.” Practitioners filed lawsuits before judges they knew to be skeptical of the press. They overwhelmed journalists with superfluous court filings to drive up their legal bills. They sued in several far-flung courts at once, presenting journalists with the proposition of defending themselves on multiple fronts. The governor of one rural state, a vocal Bolsonaro ally, has used such tactics to go after more than a dozen local journalists for reporting on him, his family and his political backers — often requesting criminal investigations into his allegations as well. Police named a recent one “Operation Fake News.”

 

“Bolsonaro opened the door for hatred toward journalism, and that path is now open to businessmen, lawyers, governors, [nongovernmental organizations] and others,” said Cristina Tardáguila, founder of Agência Lupa, a Brazilian fact-checking outlet. “The No. 1 plaintiff moving legal actions against journalists is a businessman — a big fan of Bolsonaro — who’s brought more than 50 lawsuits against journalists recently.”

All these anti-press efforts have benefited from the seeds of distrust that leaders have sown against independent journalism. As we’ve seen in our own country, accusations levied against the press by leaders of political parties, identity groups or ideological movements can quickly become articles of faith among their supporters. Today, trust in the news media sits at historic lows in much of the world — a decline helped along by the flood of misinformation, conspiracy theories, propaganda and clickbait unleashed on social media. Meanwhile, trustworthy journalists — already shrinking in number as news organizations struggle financially — face surging harassment and threats for reporting unpopular truths. The combination of public distrust, weakened institutions and widespread harassment is a formula for undermining independent reporting. Szabolcs Panyi, a respected investigative journalist for the Hungarian news outlet Direkt36, explained how the constant attacks on the work and motivations of reporters like him have successfully undercut the trust he depends on: “My best friend’s mother one time asked me if I’m a spy working for a foreign country.”

It has been only eight years since Donald Trump popularized the term “fake news” as a cudgel to dismiss and attack journalism that challenged him.

That phrase, from the president of the United States, was all the encouragement many would-be authoritarians needed. In the following years, around 70 countries on six continents have enacted “fake news” laws. Nominally aimed at stamping out disinformation, many primarily serve to allow governments to punish independent journalism. Under these laws, journalists have faced fines, arrest and censorship for reporting on a separatist conflict in Cameroon, documenting Cambodian sex-trafficking rings, chronicling the covid-19 pandemic in Russia, and questioning Egyptian economic policy. Trump has effectively championed this effort, as he did when he told Bolsonaro at a joint news conference, “I’m very proud to hear the president use the term ‘fake news.’”
 

Things have come full circle. Now, it is Trump and his allies who are looking abroad to Bolsonaro and his ilk for inspiration, studying the anti-press techniques they’ve honed in the intervening years. The effectiveness of this playbook should not be underestimated. In Hungary, Orban allies now control upward of 80 percent of the country’s news outlets. In India, Modi has so successfully subverted independent reporting — blocking reports on everything from mass protests against his economic policy to mistreatment of the country’s Muslim minority — that much of the mainstream press is now derided as “godi media,” generally translated as “lapdog media.” It is wrong to imagine that this is a problem for journalists alone. The repercussions of a weakened media reverberate throughout society, masking corruption, obscuring risks to public health and safety, restricting minority rights and distorting the electoral process. Democracy itself, though still intact — as gains by opposition parties in the recent Indian election underscored — is viewed as more tenuous and conditional.

The free press was envisioned as a central check against democratic backsliding in the United States.

Make no mistake, no American political leader likes the scrutiny of the media or has a perfect record on press freedom. Every president since the country’s founding has complained about the pesky questions of reporters who seek to keep the public informed. This includes President Joe Biden, who spoke glowingly about the importance of the free press but whose systematic avoidance of unscripted encounters with independent journalists has defied long-standing precedent and allowed him to evade questions about his age and fitness. But even with an imperfect record, both Republican and Democratic presidents, lawmakers and jurists have consistently defended and expanded protections for journalists. Over the past century in the United States, Trump stands out for his aggressive and sustained efforts to undermine the free press.

If you need evidence that Trump was just getting warmed up, look no further than the waning days of his first term, when his Justice Department secretly seized the phone logs of reporters of three of his least favorite news organizations — The Times, The Washington Post and CNN. They had played leading roles in revealing the sorts of things he preferred to keep hidden, from his tax returns to his business and charitable misconduct to his ties with foreign governments to his role in schemes to overturn the 2020 election. Yet, as in Hungary, Brazil and India, many of the most pernicious threats to press freedom in the United States are likely to take a more prosaic form: an environment of harassment, financially punitive litigation, weaponized bureaucracy, allies mounting copycat attacks — all aimed at further diminishing a news media weakened by years of financial struggle. This list is neither alarmist nor speculative.

For years, Trump has expressed interest in using federal funding and the tax code to punish institutions he doesn’t approve of, including public media such as PBS and NPR. His Department of Homeland Security proposed strict caps on foreign-journalist visas, with extensions potentially depending on whether immigration officers approved of a reporter’s work. His serial displeasure with The Post led him to threaten owner Jeff Bezos’s other business interests, attempting to upend Amazon’s shipping arrangement with the U.S. Postal Service and impede its defense contracting. Likewise, furious with CNN’s coverage, he sought to influence the Justice Department’s review of a merger involving the news outlet’s parent company. More recently, he suggested that NBC and MSNBC ought to lose their broadcast licenses over their coverage of his presidency.
 

And then, of course, there is Trump’s use of the courts. He has repeatedly sued The Times, The Post, CNN, and a host of other independent outlets. In Trump’s most recent case against my organization, the judge deemed the allegations frivolous enough that he ordered the former president to send The Times a check for nearly $400,000 to cover its litigation costs. But Trump recognizes that even a losing lawsuit can help his cause. Musing in 2016 on his failed libel lawsuit against a Times journalist a decade earlier, he said: “I spent a couple of bucks on legal fees, and they spent a whole lot more. I did it to make his life miserable, which I’m happy about.”

Crucially, these efforts have been embraced by his supporters and ideological allies around the country. His lawsuits against the media have inspired similar efforts by his backers, many sharing the same lawyers. Influential conservative jurists, including two Supreme Court justices, have expressed an interest in making it easier to win lawsuits against journalists — an effort consistent with Trump’s desire to “open up libel laws.” These legal tactics appear to have emboldened state officials, judges and others to take their own steps to undercut journalism they don’t like. In 2023, the Freedom of the Press Foundation found that courts had issued 11 gag orders censoring journalists from Democratic and Republican officials alike. At the local level, officials are taking aggressive anti-press actions. In Kansas last year, sheriff deputies raided a local newspaper’s offices on the preposterous grounds that relying on public records in its reporting constituted identity theft. In Mississippi, a former governor is pursuing a lawsuit against a nonprofit newsroom that the editor says is intended to impede its award-winning reporting into wrongful spending by the state’s welfare system. “If we’re forced to spend our limited resources on legal fees to defend a meritless lawsuit,” Adam Ganucheau, the editor in chief of the nonprofit Mississippi Today, wrote recently, “That’s less money we can devote to the costly investigative journalism that often is the only way taxpayers and voters learn about how their leaders truly behave when they believe no one is watching.”

Those cheering on such attacks against the media would do well to remember why press freedom is not a Democratic or Republican ideal but an American one. The Founders understood that it provided an essential check against government overreach, no matter who held office. Abuses of power by one set of partisans, after all, have a tendency to boomerang when the political tide turns. In Brazil, Bolsonaro was unable to fully undercut the country’s checks and balances and was voted out of office. Though much of the damage he caused to democratic traditions has been reversed, the norms around the free press and free expression remain weakened. Since Bolsonaro left office, federal prosecutors have sued to cancel broadcast licenses held by a network aligned with the former president. A Brazilian Supreme Court justice has censored thousands of social media posts and dozens of largely right-wing social media accounts, including those belonging to conservative journalists, on sometimes dubious grounds. That effort escalated last week when the justice ordered the social media platform X blocked altogether.

The story of the anti-press efforts around the world underscores the foundational importance of press freedom to democracy. Access to trustworthy news doesn’t just leave the public better informed. It strengthens businesses. It makes nations more secure. In place of distrust and alienation, it instills mutual understanding and civic engagement. It unearths corruption and incompetence to ensure that the good of the nation is placed above the self-interest of any given leader. This is what gets compromised when the free and independent press is weakened.

Fortunately, we in the press aren’t powerless against attacks such as the ones our colleagues abroad have faced. At The Times, we already report every day from countries where the safety and freedom of the press are not a given. We are taking active steps to prepare ourselves for a more difficult environment at home, as well: Ensuring our reporters and editors know how to protect their sources and themselves. Preparing for legal fights, from budgeting for increased expenses to understanding how outside vendors will respond if federal agents make secret demands for phone logs or emails. Maintaining pristine business practices — news-related or not — to minimize exposure to abusive tax or regulatory enforcement. Preparing colleagues to remain resilient in the face of harassment campaigns and offering them robust institutional support in those moments. Pushing to formalize foundational protections for journalism, such as the right to keep sources confidential and protections against frivolous lawsuits. Contesting campaigns to instill distrust in media organizations by telling the story of what independent journalism is and why it matters. And, through it all, treating the journalistic imperative to promote truth and understanding as a north star — while refusing to be baited into opposing or championing any particular side. “No matter how well-intentioned,” Joel Simon, the former head of the Committee to Protect Journalists, wrote last month on what he’s learned studying attacks on press freedom, “such undertakings can often help populist and authoritarian leaders rally their own supporters against ‘entrenched elites’ and justify a subsequent crackdown on the media.”

As we take these steps, I have in my mind a final lesson from our brave colleagues in places like Hungary, India and Brazil. The journalistic mission to follow the facts and deliver the truth must persist, whatever the pressure or the obstacles. Even in the face of relentless efforts to undermine and punish their work, there are those who fight back by continuing to bring the public the news and information it needs. I hope our nation, with protections for a free press explicitly enshrined in the First Amendment, will maintain its distinctively open path, regardless of the outcome of this election or any other. No matter what happens, we must be ready to continue to bring the truth to the public without fear or favor.